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EL NEFASTO VIAJE AL MUNDIAL DE BRASIL. Segunda parte.

  • Lissette Van der Biest
  • 6 jul 2019
  • 8 Min. de lectura

Con el dinero en mi bolsillo y las ganas de salir cuanto antes de la pesadilla que fue ese viaje, me fui con mi cara muy sonreída en el taxi pensando, mientras en la radio sonaba "Amada amante" de Roberto Carlo:

“¡De aquí me voy de una vez a Caracas! !Bingo! ¡Bingo! ¡Al fin se acabó este nefasto viaje, que nunca debió ser! Lo único que me gusta de Brasil, es Roberto Carlo"

Pues al llegar al aeropuerto confirmé, que efectivamente había vuelos directos a Caracas, pero no ese día.

-Bueno no sé, a cualquier otra ciudad de Venezuela, señorita- algo contrariada, pero aun esperanzada.


-El próximo viaje a Venezuela es en dos días y el vuelo está completamente vendido, tendría que anotarse en lista de espera y…

¿Qué? ¿Otra noche en vela, con estas fachas y con mi bolsa plástica como parte de mi atuendo? No. No. No

-¿Qué otra cosa puedo hacer?- le pregunto a la portuguesita.

-Vaya a Boa Vista y de Boa vista tome un taxi a Santa Elena y de allí, ya en Venezuela, tome un vuelo a Caracas.

-¡Exacto! ¿Y cuando sale el vuelo?

-En cuatro horas –me dice.

Pocas horas después, la faramallera arrepentida estaba llegando a Boa Vista, con mi bolsita plástica y mi ropita sucia.

Pregunté por un taxi en mi portuñol de lujo.

-¿Cuánto es de aquí La Línea? (Así le llaman al lugar en la frontera).

-Llego solo al terminal.

-¿Cómo que al terminal? Necesito que me lleve a Venezuela. Eso me dijo la muchacha del aeropuerto de Manaos.

-Le informaron mal. De aquí del aeropuerto, solo podemos llevarlos al terminal, si quiere allí toma un taxi a Venezuela.

Ya estaba desesperada. Quería llegar. Ya no me salía tan fácil el portuñol por la angustia. Solo quería decir el “cdsm” (entiéndase como un gran insulto a la madre de Mister Cují) a aquel que me dejó botada en el medio de la noche en una ciudad desconocida.

El taxi fue un “rialero” creo que me cobraron de más. Pienso que sería por la cara de desesperación que traía, de pensar que podía ser la carne mechada de los Yanomami, del cansancio de estar toda la noche sin dormir para poder efectuar el plan a la perfección, porque no creo que haya sido por mi apariencia.

Las cosa es que ya en el terminal, cuando creía que al fin estaba por llegar a Venezuela, me acerqué a una línea de taxi y le pregunté al conductor cuanto costaba llevarme a Santa Elena. Al revisar mis bolsillos, de nuevo sin efectivo. No me alcanzaba. Ya va. Tengo todo controlado. Voy a al cajero y saco. Listo. Nada que temer Lissette Josefina.

-¡Espéreme señor, ya vengo!

Desesperada y apuradita busqué un cajero. Casi todos fuera de servicio.

-¡Nooo! ¡Esto no me puede estar pasando! ¿Cómo me voy a ir de aquí?

Pruebo uno y nada. Fuera de servicio. Pruebo otro: fuera de servicio. ¡Mecachis! Diría mi abuelo. ¿Qué carrizo voy a hacer?

Hasta que apareció un cajero en servicio.

- ¡Dios gracias! ¡Gracias!

Pero al muy gracioso, no se le ocurrió la mejor idea que darme este mensaje en su pantalla:

- Limite diario excedido.

¿What?

Claro…había sacado ya dos veces (en Manaos y en el aeropuerto de Manaos) y ya no podía sacar más dinero por ese día ni con trampa. ¿Y ahora?

Me acerqué desconsolada al taxista y le expliqué mi situación.

-Entonces tome un carro por puesto. Ese que esta allá, va saliendo para La línea.

Arrastrando los pies, me dirijí al carro indicado, confirmé con el conductor y efectivamente iba a mi país. Le pagué con la chichita de menudo que me quedaba y me monté en el carro, en el que estaría acompañada de dos madres brasileras, cada una con un hijo en brazo y un brasilero gay que iba de copiloto.

Yo iba en el medio de las madres, en el puesto más incómodo de un carro, con mi bolsita plástica de equipaje atrapada en mis dos piernas, para que mientras durmiera, las pocas cosas que tenía dentro, estuvieran a salvo.

Así emprendí carretera: con una almohadita de esas de viaje (siempre viajo con almohada, no puedo dormir con cualquier almohada de por ahí) apoyada en mi mentón, sin poder recostarme de nada ni de nadie, con la bolsita de equipaje entre mis piernas, y unas ganas inmensas de volver a ver mi bandera, escuchar nuestro idioma, de pisar mi tierra.

Esta ha sido la vez que más he ansiado llegar a mi país. Se me hizo largo y tortuoso.

Al fin. Venezuela. Vi ondear de nuevo nuestro tricolor.

Me bajé del carro y como no sabía para donde ir, no me quedó otra que irme con los brasileros a la posada donde ellos se quedarían, pero en una habitación privada, aunque ellos me invitaron a compartir una y quedarme con ellos, pero está bueno el cilantro pero no tanto.

Me preguntaba ¿por qué tantos brasileros iban a Santa Elena? Pues para ellos, la isla de Margarita resultaba encantadoramente barata y se iban desde Boa vista o Manaos a pasar unos días en la Perla del Caribe, con muy pocos reais (Real. Moneda brasilera). Así que era un destino muy frecuentado por los habitantes del estado Roraima y Amazonas de Brasil.

Debo acotar, cosa que empeoraba mi ya catastrófico panorama, que mi teléfono inteligente me lo habían robado días antes de emprender el viaje a Brasil, y que me tuve que ir con uno de esos que le dicen “perolito”, con los que solo puedes llamar y enviar mensajes, y además, estaba sin pilas, ya que en Brasil jamás lo usé.

DESCONECTADA y sola. Así quedé en Santa Elena de Üairèn. ¿Se les ocurre algo peor?

Resulta que al llegar a la posada, pongo a cargar mi celular, mientras deseosa de darme un buen baño, me metí en la ducha pero nunca calentó el agua.

-No tenemos servicio de agua caliente – me comentó apenado el muchacho de la posada.

Eran como las seis de la tarde, ya había caído el sol, y el clima era muy húmedo. Tenía frio. Me resigné y dije: “con agua fría, pero limpia”, pero me doy cuenta que no hay tampoco jabón de tocador, ni mucho menos champú, ni enguaje. Así tampoco. Debo comprarme pasta dental y algunas cosas de higiene personal. Era domingo. Seis de la tarde. Un pueblo al sur del país.

Salgo de la posada mirando a todos lados. Casas muertas. Algo así.

Camino un poco y me doy cuenta de que cuando veníamos de Puerto Ordaz y paramos en Santa Elena, Mister Cují nos había llevado a comer en una pizzería, donde los dueños caraqueños eran muy agradables, y era justo la pizzería que estaba al lado de mi posada. Entré con la esperanza de ser informada de dónde podía comprar lo que necesitaba para bañarme:

-¿Qué hora es? – dijo el dueño de la pizzería mientras veía reloj. – Apúrate a ver si el turco no ha cerrado. El es el que más tarde cierra y cierra a las seis.

Casi me puse a llorar ahí.

-¿Qué te pasó mija? – el señor de inmediato leyó en mi cara mi tragedia.

-Estaba con mi ex novio en Manaos para ir al juego de hoy, Portugal-USA, pero me salió con una muy fea allá y me tuve que venir sola por carretera.

-¿Desde Manaos? ¡No me digas eso! ¿Qué te hizo?

Le conté por encima y el señor indignado me djo:

-Ve corriendo al árabe, no vaya a ser que cierre. Te bañas y vienes a ver el juego conmigo y, con una cerveza, me echas bien el cuento.

Me fui al turco literalmente corriendo, con la suerte que estaban bajando la santa maría, pero turco es turco y abrió para venderme lo que necesitaba.

Me devolví a la posada. Casi las 7 pm. Más frio. Más humedad. Más fría el agua. El “cdsm” (la misma invocación a la madre de Mister Cují y que ella me perdone) cada vez que el agua fría caía en mi piel y me cortaba.

-Cdsm, cdsm, cdsm- muchas veces, con nombre y apellido.

Me volví a poner la ropa sucia, las pantys al revés y me fui a la pizzería, al menos sintiéndome menos puerca.

-¿De qué quieres la pizza? Mira que ya empezó el juego.

Mientras le echaba el cuento al señor, que bauticé como “Ángel” y ahora no recuerdo su verdadero nombre, veía la pantalla del televisor con morbo, pensando que quizás hubiese estado yo ahí y que un camarógrafo me hubiese tomado un close up, y mi familia y amigos me hubiesen visto en televisión. O, pensaba que de repente tomarían a Mister Cují tomando cerveza de lo más feliz, pelando esos dientes, mientras yo seguía en mi triste peregrinar. Cdsm otra vez.

-¿Tú no estuviste hace una semana por aquí? ¿No viniste con un grupo a comer en la noche?

El señor Ángel me había recordado. Es difícil olvidar mis encantos, diría mi padre.

Sí habíamos ido a cenar y éramos un grupo, el cual no menciono, porque las otras personas que conformaron el grupo merecen todo mi respeto y prefiero mantenerlos al margen de este relato. El único y absoluto culpable es Monsieur Cují.

-Con esa cara de bonachón que tenía…- refiriéndose el señor Ángel al falconiano.

Indignado con el cuento, que al señor Ángel si se lo conté al detalle, como si fuese mi mejor amigo o mi confidente, este llamó a su esposa, y le dijo que viniera al local que necesita que le ayudara con una amiga de Caracas. La señora llegó y enseguida la puso al corriente con el cuento.

- Ve y busca tu ropa sucia (la que yo traía en la bolsita plástica) y ya te la lavo y seco (incluía mi pijama y mis pantys), además te voy a traer crema humectante, pasta y perfume. Lo que necesites.

La señora, otro ángel.

Vimos todo el juego. (No salió Mister Cují en la pantalla, menos mal, porque quizás hubiese roto la pantalla de la tv, para empeorar las cosas).

Se nos unió el mesonero, tampoco recuerdo el nombre, caraqueño, quien también se solidarizó conmigo y estaba que iba a Manaos a buscar a aquel que se la daba de macho y era tan solo un patán.

-¿Te acuerdas dónde dejaste tu maleta? ¿Donde está estacionada la camioneta?

Los que me conocen, saben que nací sin GPS. No existe. No funciona. Además era un pueblo que por primera vez visitaba y lo hice a las cinco de la madrugada, y a esa hora, yo no soy gente. Pero lo que si tengo, es memoria fotográfica.

-No sé. Era muy temprano, pero si veo la casa, sabría cual es. –le digo segura a mi amigo mesonero.

-¿En serio? Entonces déjame cerrar el local y nos vamos a recorrer Santa Elena. No son tantas calles. En alguna están tus cosas.

Mis cosas…eso sonaba a gloria.

Entre ellas, estaban las llaves de mi casa, ropa, y demás tonterías que uno lleva en un viaje y que en ese momento se encontraban secuestradas en casa de no sé quien, en quien sabe dónde.

Con todo y lo poco alentador que sonaba el asunto y tomando en cuenta que eran ya como las 9 de la noche, que era un pueblo y que el alumbrado era escaso, tenía una gran tarea mi memoria.

Luego de dar vueltas y más vueltas sin éxito…

-¡Ahí! ¡Ahí es!

-¿Estás segura? No se ve ninguna camioneta.

-Es ahí, te lo aseguro.

El no lo sabía, pero podía confiar plenamente en mi memoria fotográfica. Esa si no me dejaba mal.

-¿Sabes cómo se llaman los dueños de la casa? La casa está apagada. Deben estar durmiendo o no están.

-No. No tengo idea, pero recuerdo que le puse al señor a quien le dejamos la camioneta un sobrenombre: Clavin Klein.

-¿Calvin Klein?

- Si, porque tenía un nombre indio muy raro, y fonéticamente sonaba a Calvin Klein y así lo bauticé.

Comenzamos, muy discretamente a llamar:

-Calvin Klein, Calvin Klein.

Pero nadie salía. Todo apagado adentro. Yo sabía que ahí dentro, estaba la camioneta y mi maleta.

Un poco desesperados, empezó a gritar conmigo mi nuevo amigo, a todo gañote:

-Calvin Klein, Calvin Klein.

¡Y se prendió una luz adentro! Se asomó alguien por la ventana. Fue Calvin Klein que me reconoció. ¡Aleluya gloria a Dios!

Saqué mis cosas de la camioneta, con una mentirilla blanca y recuperé todo.

Ya podía usar para botar la basura, la bolsita plástica que había sido mi maletín de viaje, hasta ese momento.

-Espero descanses. Mañana te busco temprano para ir al terminal y comprar tu pasaje de regreso a Caracas.

Lo amé. ¿Cómo no amarlo?

 
 
 

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