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ANÉCDOTAS DE UNA VIAJERA DEL TERCER MUNDO -ESTO ME PASA POR SOLO SABER DECIR "POULET". 1 P

Uno de mis grandes anhelos era conocer París.

Conocer sus monumentos, tomarme la respectiva foto en la Torre Eiffel, comer croissants todos los días con mermelada, tomar café au lait en uno de sus pintorescos lugares y hasta comprarme una de esas boinitas típicas parisinas y lucirla mientras hacía un paseo bordeando el Sena con mi cara sonriente, mientras saludara amablemente a todo aquel que se me cruzara: bonjour, bonjour.

Mi sueño se hizo realidad e hice todo lo que les comentaba anteriormente, menos comprarme la boina, aunque confieso que lo intenté, pero mi hija me prohibió que gastara un euro en ella, porque era demasiado ridículo pasear con eso puesto en la cabeza. Me quedé con las ganas de hacer mi ridículo.

Este ya era mi segundo viaje a la ciudad de la luz y venía antojada de volver a hacer todas esas cosas que me gustaba hacer en París, y en particular, quería volver a comer en un restaurante tradicional parisino, al que fuimos en el primer viaje, y que es de esos lugares, al que puedes ir mil veces y quieres ir mil veces más.

La boca se me hacía agua nada más de pensar, en que volvería a saborear todo aquello que mi paladar recordaba.

Durante todo el día, en el que habíamos programado ir a cenar en el ansiado lugar, comimos poco: cereal y leche con una fruta en la mañana, y un pollito con ensalada en la tarde, porque en realidad poulet, era la única palabra que sabíamos pronunciar bien en francés y se convirtió en nuestro menú único, durante nuestros días de estancia en París: poulet con ensalada, sándwich de poulet, combo en Mc Donalds de poulet.

Llegó la noche y con ella, mucha hambre.

Mi barriguita con su sonido escandaloso, me hacía pasar pena en el ascensor del hotel: ¿qué sonó? ¿Fui yo? ¡Oh sí! ¡Fue mi estómago que reclama alimento!

Nos acomodamos para nuestra cena tan esperada. Debíamos estar a tono con el sitio y la velada.

Muy cerca de Le Champs-Èlysèe estaba el restaurante “Le Relais de L Entrecôte”. ¡Voilà! ¡Llegamos!

El lugar era mínimo, acogedor e idéntico a como lo recordaba.

Pocas mesitas, una al lado de la otra. Juntas, tan juntas, que casi comías saboreándoles los codos a los otros comensales.

Pero a pesar de lo pequeño del lugar, el restaurante y su comida tenía una magia tan espectacular, que con un menú único, llamado: “Fórmula”, que contiene ensalada, carne y papas fritas, todos los días se hace cola para tener el privilegio de comer en una de sus pequeñas mesas. Muchos se atreven a decir, que el secreto del éxito, lo tiene la salsa en donde viene servida la carne.

El hecho es que estábamos allí. En la puerta del restaurante.

Emocionada le dije a mi hija:

- ¡A desquitarnos! ¡Pide lo que quieras! ¡Pienso comer como una cerda, todo lo que me quepa!

Así que comenzamos: ensalada de lechugas con nueces y vinagreta de mostaza, luego el plato principal, que son varias piezas de una carne cortada delgadita, bañada de la famosa salsa del lugar, que es a base de mantequilla y especies (y alguna poción mágica que les ha asegurado el éxito durante sesenta años), servida en una especie de bandejita de metal suspendida, que se va calentando con el calor de una velita encendida que se encuentra debajo de la carne y las auténticas French Fries. Para que contarles más… ¡para chuparse los dedos!

Comimos y comimos, como lo había prometido. Como unas cochinas. Puedes repetir papas fritas tantas veces quieras.

Durante nuestra cena, había un viejo sentado en la mesita de al lado, que me miraba y me miraba. Buscando aprobación, alzaba su copa de vino tinto y me decía no se qué cosa (en ese momento recuerden que yo no sabía ni papa de francés, solo sabía decir poulet) así que, como no entendía nada, solo sonreía, ¡que más! ¡Estaba en París!

Y así transcurrió la noche.

El viejo, de la mesa de al lado, que casi estaba sentado en mis piernas, por lo juntas que estaban nuestras mesas, decidió romper el hielo, y al momento del postre, que fue una deliciosa isla flotante, comenzó a buscarme conversación.

Mi hija que tenía quince años en ese entonces, reía pícara conmigo al darse cuenta de que ese viejo francés estaba buscando conquistar, a la latina comelona de la mesa contigua.

Pues, muy al estilo mío, le pelé el diente y mi colmillo salido (pese a mi dolorosa ortodoncia) todo lo que creí necesario para ser amable y además asentía a todo lo que el señor decía, y siendo sincera, le hubiese querido contestar alguna cosa, pero solo se me ocurría: poulet, poulet, pero ello me iba a hacer quedar en una comelona loca, así que me conformaba con asentir y sonreir.

Hasta que el viejo preguntó que de donde éramos y cuando le dijimos que éramos venezolanas, emocionado comenzó a hacer su mejor intento de echarnos un cuento de que él estuvo unos años trabajando en Venezuela y que hablaba un poquito español y no sé qué más. La verdad no hablaba nada y mejor que no lo hiciera, tenía muy mal aliento.

Ya el señor este se estaba poniendo confianzudo, fastidioso y atacón y mi sonrisa empezó a ser más forzada, puesto que me estaba echando a perder mi ansiada velada y yo solo quería, ser amable, no su amiga. Pero creo que lo mal interpretó.

Se entrometía en la conversación entre mi hija y yo.

Me provocaba gritarle: monsieur, ¡cállese s” il vous plait! Pero ni eso sabia decir. (Solo poulet).

Así que el señor, como no pude expresarme adecuadamente, creyó que me caía súper simpático y que quizás quería quedarme a su lado, tejiéndole unas medias de lana para el invierno, mientras su gata Fifi, acariciara con su pelaje mis pies y mi boquita pronunciara: mon amour je t”aime. Así que se arriesgó y me pidió mi nombre, mi número de teléfono y mi email.

¿Qué le pasaba a ese señor? Mi hija reía y me decía:

-esoooo, te levantaste al viejo francés.

Y yo:

shhhhh, niña, ¡no me da risa!

Decidí inventarle ambos nombres, el de mi hija y el mío, el teléfono y el correo y pensé que me la estaba comiendo, le puse un papelito escrito en su mesa con los datos inventados, mientras el odio se apoderaba de mí, por haberme arruinado mi sobre-mesa y que por su culpa, yo solo quería salir huyendo cuanto antes de mi lugar favorito en París, solo para no verlo más, ni aguantar su fastidiosa conversación inentendible.

Mi hija nerviosa me preguntaba:

-Mami ¿qué estás haciendo? ¿Y si se da cuenta que es mentira?

Entre picardía y un soplo de venganza, sonreída le dije a mi hija, que ni se preocupara, que cuando el viejo fuese a escribirme o llamarme, yo estaría bien lejos de ahí, y que hasta ahí llegaría su acoso. Eso le pasaba por fastidioso.

En eso vemos que está escribiendo algo en su teléfono y arruga la cara, y molesto me mira por encima de sus anteojos. Me dijo algo que no entendí, con tono de reclamo y yo de nuevo solo pelé el colmillo y me vino a la mente la palabra: poulet.

Nos dimos cuenta, de que se percató que toda mi información era falsa.

Pedí la cuenta de inmediato y asustadas salimos volando del local para huir del viejo.

Pues, le fastidosè salió del local también y nos perseguía por la calle oscura.


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