UNA OBRA SIN NOMBRE
Érase una vez, Rafaela.
Érase una vez, José.
Rafaela y José se conocieron cuando eran niños y una fuerza inmensa y poderosa los unió de inmediato, cuando sus ojos juguetones y cafés, se cruzaron en una mirada.
-Ven, vamos a pintar algo bonito, Rafaela –le dijo José.
Entusiasmados, cada uno sacó de su mochila lo que guardaban en ella, que no se acordaban tenían allí y en algunos casos, ni sabían cómo habían llegado al interior de su bolso, pero allí estaban y sin recelo alguno, cada uno vació lo que traían delante del otro.
Tomaron sus creyones de cera de colores y comenzaron a pintar cada uno a su manera, tirados en el piso, relajados, cómodos y sonreídos:
-¡esto nos va a quedar muy bonito, tú vas a ver!- dijo Rafaela esperanzada.
Y excitada, alternaba el uso de sus colores favoritos: amarillo, rojo y naranja y pintaba con esmero y dedicación, llenando el lienzo blanco con sus trazos imperfectos, pero seguros.
Estaba convencida de que el resultado sería algo maravilloso. Pintaba y pintaba sin espabilar, mientras se mordía el lado derecho de su labio inferior. Una mueca que siempre tuvo.
José tomó contento pero inseguro, los tonos azules. Sentía especial fascinación por el gris.
Al comienzo, estaba inspirado y optimista de poder realizar una pieza hermosa, pero al parecer, sus dudas acerca de sus dotes como pintor, lo hacían vacilar y abandonar la pintura de a ratos, por lo que dejaba muchos espacios en blanco. Sus trazos carecían de armonía y coherencia, pero Rafaela se hacía la que no veía.
Una mañana, vencido confesó:
-no sé qué me pasa, pero no puedo seguir.
-¿No te gusta como está quedando nuestra pintura?
-No es eso. Me encanta como pintas tú, con ese amarillo que yo jamás me atrevería a usar. Pintas tan bonito…pero no estoy seguro de querer seguir pintando.
Rafaela con amor, lo miró y sin decir una sola palabra, le tomó su mano derecha y empezó a hacer trazos junto a él, suaves pero firmes, usando sus azules favoritos, pero invitándolo a atreverse a usar nuevos colores.
-mira qué bonito queda cuando usas tu azul celeste. Y ahora mira, como te queda de bello con este naranja.
Empezaron a pintar juntos, pero a ratos, la mano de José entraba en parálisis y dejaba de colorear.
No sabía lo que le pasaba y como eso lo asustaba, salía corriendo a esconderse debajo de la almohada.
-¡vamos José, sal de ahí! Que no puedo hacerlo sin ti – le decía Rafaela.
José temeroso, salía de su escondite y sin decirle a Rafaela todos los miedos y sentimientos que lo sofocaban, fingía seguir coloreando contento.
Y así, pasaron las horas, los días y los años y Rafaela y José siguieron pintando su lienzo, llenito de colores y cuando ya no quedaron espacios blancos que cubrir, Rafaela le soltó la mano a José y con dulzura le dijo:
- casi todos los trazos que has hecho, han sido con mi ayuda. Es hora de que me muestres como pintas tu solito. Y creo que también es momento, de ponerle un nombre a nuestra obra.
José, abrumado por la petición de su compañera y al sentir que solo iba a lograr decepcionarla, porque no se atrevía a decirle que no quería seguir pintando, aunque sabía que había sido él, quien la había invitado a hacer aquella obra cuando eran niños, era cobarde para decirle que solo había pintado porque ella lo ayudaba y no quería afrontar el hecho de que no se le ocurría ningún nombre para la obra, soltó el creyón gris que sostenía sus dedos, miró el lienzo, la miró a ella y sin pensarlo dos veces, con sus dos manos y con toda la fuerza de su interior, arrugó el papel donde estaban todos sus trazos impregnados de tantos recuerdos, de risas, de complicidad y una turbia máscara repentina, le cubrió el rostro, llenándolo de una mirada fría y retadora, haciéndolo parecer un completo extraño.
Rafaela, cerró los ojos, recordó a su José de siempre, respiró profundo, tomó sus tres colores y le dijo:
- creo que no me necesitas más. Seguro pintarás algo muy bello cuando decidas pintar sin la ayuda de otra mano.
Una lágrima redonda y tibia, recorrió su mejilla en cámara lenta, como si en su descenso recorriera todos los años que estuvieron juntos, tratando de terminar la obra sin nombre. No se la secó. No la escondió. Le tatuó la piel y dejó que José la observara y supiese que a ella le dolía tanto como a él, abandonar esa habitación y dejarlo solo, para que intentase pintar solo.
Arrastrando los pies, salió cabizbaja del lugar, pero un rayo de sol, caliente y radiante, le apuntó el rostro y la fue invadiendo toda, llenándola de luz de nuevo. Todita. Completa. Quitando tanto azul, tanto gris y tanto blanco que se había apoderado de ella, sin ella quererlo.
Pero se sintió ahogada: ahogada en sus penas, en su tristeza, en sus torpezas. En la lucha interna de los colores. Creía que se iba a desmayar. Que no podía más.
Y así fue.
Cayó arrodillada sobre la acera áspera y seca pensando que era su fin y de la nada, tosió. Tosió tan fuerte que de inmediato volvió a respirar, tomando una bocanada de oxígeno, de esas tan profundas, que sientes que te llega a los huesos.
Se levantó, se sacudió las rodillas, miró hacia atrás, le lanzó un beso a José y otra lágrima redonda y tibia, rodó por su mejilla, esta vez, sin que él la viese y siguió su camino, bañada de luz, radiante, viva, inmensa y unos pasos después de emprender su camino, volvió a mirar atrás y dudó en devolverse… ese había sido su lugar favorito por mucho tiempo, pero en cuestiones de minutos, todo se había desvanecido y había desaparecido para siempre. Incluyendo a su amado José.
Así que apretó fuertemente en sus manos, los colores amarillo, rojo y naranja y se aferró a ellos, como si de la misma vida se tratase.
No había chance para arrepentirse.
Solo podía seguir adelante.
Salió de la pintura mordiendo el lado derecho de su labio inferior, dejando en el olvido, la obra sin nombre.
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