EL NIÑO PIJO
Uno publica su fotos en Instagram con la mejor sonrisa que uno tiene, pero… si ellas hablaran.
Madrid, Noviembre 2017.
Realmente me pasó de todo en ese viaje y ya les he contado una que otra anécdota por ahí, pero ésta me la he guardado hasta hoy, porque no he sabido (ni sé) como echarles bien el cuento.
Pues voy a hacerlo diferente y voy a empezar el final.
Me mudé con un ladrón.
Si. Un ladrón en el cuarto de al lado. Un ladrón con el que compartía la cocina, la nevera y algunos gabinetes. Un ladrón que era generoso conmigo y quería compartir amablemente su botín conmigo.
La odisea comenzó, con la sudorosa tarea de encontrar un piso en Madrid y luego del arduo trabajo logré conseguir uno, bueno, un sótano en El Paseo de La Castellana, a través de una agencia recomendada por un amigo de la familia.
Tardé mucho en decidirme por un apartamento que reuniera lo mínimo necesario para mí, para poderme sentir a gusto el tiempo que duraran mis estudios de cine en España. Así que este sótano cerca de Plaza Castilla, había logrado cautivarme por varias razones y no me importaba que fuese un poco costoso, porque con ello garantizaría estar con personas, acordes a mi estilo de vida. Valdría la pena, pensé yo.
El sótano tenía tres cuartos. Una de las habitaciones estaba alquilada por otra compañera de la escuela de cine, otra suramericana como yo, una brasilera. La otra por un andaluz, un “pijo muy majo que trabaja en un hotel 5 estrellas” (así me lo vendió la mujer de la agencia inmobiliaria), y la última, por la venezolana esta que les escribe.
En primer lugar, en España usan la palabra “pijo” para referirse a un “sifrino”.
El pijo, vamos a llamarle Paco, era muy amable, bien parecido y sociable, rubio, alto.
Un día, a comienzos de nuestra convivencia, mientras yo cocinaba antes de irme a clases, Paco salió de su habitación con ganas de socializar conmigo.
Me contó que trabajaba en un hotel y buscó en su cuarto unas botellitas de licor de esas que hay en los mini bares de las habitaciones de los hoteles y brindamos por nuestra agradable convivencia. ¡Salud! Dije alegre y sin tener la menor idea de con quien estaba brindando y compartiendo mi nuevo hogar.
Llevaba solo uno o dos días en mi nueva casita y al llegar a mi sótano con una muy pobre ventilación, me metí mi primera nota de marihuana.
Esa fue la primera de muchas notas “endrogadas” que me metí durante los meses que duró mi convivencia con Paco.
Me mudé en la transición de Verano-Otoño y el apartamento empezó a ponerse muy frío.
-¡Hala! ¡Este piso es muy frío! ¡Vaya coger por culo la gente de la agencia que dijo que esta calefacción servía! Gritado con un gañote desde las entrañas que hasta miedo me dio. (Lo siento por las groserías, pero así hablaba y no tengo otra manera de decirles como era el asunto).
La verdad es que debía darle la razón a mi hasta ahora querido Paco, porque en mi habitación, no era que no servía, era que no había.
Pero él era de armas tomar.
Al día siguiente, mientras preparaba mi café de la mañana, mi nuevo mejor amigo salió de su habitación, me saludó amablemente y me invitó a pasar a su cuarto, y yo con algo de temor, entré:
-mira lo que he traído para mi habitación ¿ah? ¿No es una monada?
Era un edredón mullido blanco de flores moraditas, rosas, tonos pasteles nada varoniles, pero mentí y le dije:
-¡oye si! ¡Qué bello está!
-Y lo mejor ha sido ¡que no me ha costado nada!
Yo ingenua con cara de idiota le pregunté:
-¿te lo regalaron?
-¡No! ¡Algo mejor! He tenido la suerte, que ayer pasando por uno de los pasillos del hotel donde trabajo, la mucama ha dejado abierto uno de los cuartos donde guardan la lencería y he tomado uno ¡sin que nadie se diera cuenta!
-¿En serio? Te lo “trajiste” sin permiso (para no decir lo que me provocaba: ¿te lo robaste?)
-Si ¡y me traje dos almohadas también!
Yo no hallaba que cara poner, ni que decirle.
Ya habíamos tenido una conversación incómoda hacía un día, por lo de la marihuana porque él no entendía por qué me molestaba. Ahora esto del edredón robado, así que sonreí y no emití comentarios, solo:
-Qué chévere Paco, ahora si que no pasarás frio. Y me salí pensativa del cuarto: ¿quién es este sujeto con el que vivo?
Pasaron los días y la convivencia era agradable con él, debo decirlo sin que me quede nada por dentro, que hasta unas reinas pepiadas le hice el día de su cumpleaños.
Un día, conversábamos mi compañera brasilera y yo, de sacarnos el ticket del metro que costaba 55 euros, con el que podíamos viajar en Metro, tren y bus. En eso Paco se mete en la conversación y dice:
-¡pero hombre! ¿Ya lo han comprado?
-Pues si, le digo yo.
-Y tú, Raquel (pongámosle ese nombre a mi amiga brasilera) ¿lo has comprado? Porque puedo conseguirlo a la mitad.
Las dos a coro:
-¿a la mitad?
-¡Claro! A 25 euros.
¿En serio? No lo podíamos creer y era una muy buena oportunidad de ahorrar, más cuando estás con mentalidad de estudiante o de inmigrante y no quieres gastar ni un euro de más. Así que con Paco y 50 euros comprábamos ticket para dos meses.
-Muy bien ¿y qué tenemos que hacer?
-Solo me tienen que dar su pasaporte.
-¡Pero ya va! He leído que para la tarifa de estudiantes no puedes tener más de… (no me acuerdo con exactitud, pero como veintidós años) y nosotras hace rato que la pasamos.
-¡tranquilas! ¡Mi amigo se los falsifica!
Raquel y yo quedamos estupefactas.
Ella era más corajuda que yo y, sin pelos en la lengua le dijo estafador.
Le dijimos que de ninguna manera haríamos eso y él nos miró con cara de que éramos unas estúpidas y que las estúpidas salen a la calle y nosotras salíamos de a dos.
-¿con quién estamos viviendo? Volvimos a preguntarnos.
Otro día, en nuestro lugar de encuentro, la cocina, Paco muy conversador porque lo era, nos contó que se había casado dos veces por los papeles y que le han pagado 5.000 euros cada vez. Que se ha casado la primera vez con un travesti y luego con un hombre. Luego que el hombre con el que se casó se enamoró de él y que luego de unos años, había muerto en Sevilla.
Sin querer meterle cabeza y sin yo poderle contar demasiado a mi familia para no preocuparlas, me di cuenta que estaba viviendo con un malandro en potencia. Todo tipo de chanchullos y marramucias hacía este agradable andaluz.
La brasilera y yo empezamos a pensar en mudarnos del lugar, por miedo de que nos sembraran drogas. De que en nuestras camas o en el WC hubiesen escondido drogas, prendas o cualquier otra cosa producto de sus fechorías. De hecho empecé a remover mi colchón, a revisar la poceta a ver si había una bolsita plástica como he visto en películas.
¡Dios! ¿Cruzar el océano para vivir con un delincuente? ¿Qué mal te he hecho yo, Diosito?
Le pedimos a la agencia que nos alquiló el piso, que le pusieran cerraduras a las puertas de nuestros cuartos y les explicamos el por qué. Nos respondieron un rotundo no, por lo que Raquel y yo, decidimos hacer guardia en el apartamento.
-yo voy a salir a las 2pm.
-Ok yo regreso rápido para estar a las 2 y cuando tu llegues yo salgo al mercado.
Y así logramos hacer una dinámica para no dejar solas nuestras habitaciones y disminuir la posibilidad de que el individuo entrara a hurgar nuestras cosas en nuestra ausencia, o que escondiera “sus cosas” en ellas.
La paranoia era tal, que le tomé foto a los billetes de alta denominación que traía conmigo, a todas mis prendas y dejaba los objetos en cierta posición para saber si alguien había entrado, incluso, hice un sistema de seguridad endógena con unas tiras, para que cuando me acostara a dormir, si alguien intentase abrir la puerta, así fuese con todo el sigilo posible, yo me despertara.
Estábamos en permanente zozobra y angustia, pero se acercaba diciembre y era aun más difícil encontrar piso, así que pensamos, que estaríamos ahí, hasta enero. Pero que va…demasiado tiempo y demasiado malandrería junta.
Mi cuarto quedaba al lado de la puerta de entrada del apartamento y yo escuchaba cuando a a las tres, cuatro de la madrugada, nuestro amigo nada pijo, entraba y salía, entraba y salía. Él no tenía carro, a esa hora ya no había Metro y ya estaba la temperatura a menos de 5 grados por la noche. ¿Qué hacía ese ser en la calle?
Esto se repitió varios días y alterada le comenté mis sospechas a mi amiga brasilera:
-creo que trafica.
La cara de Raquel fue un poema y mientras nos tomábamos un vinito en la sala de la casa un sábado, Paco abre la puerta, sin saber que estaríamos ahí.
Se puso pálido y cerró la puerta quedándose afuera. Recuperando el aliento, supongo, volvió a abrir la puerta y nos dijo:
-¿qué hacen aquí?
-Vivimos aquí.- a coro le contestamos.
Desfigurado y apenado nos dice:
-He traído a un amigo.
-No hay problema. Entra con tu amigo- le decimos.
-¿Pueden entrar a sus habitaciones?
-¡No! – volvimos a responder a coro. Que descaro. También era nuestra casa. ¿Cuál era el misterio?
Acto seguido, pasa él y su amigo por enfrente de las dos, sin ni siquiera mirarnos, con la cabeza agachas.
Entraron a su cuarto y se cerraron.
Las dos cuchucheábamos pensando que eran pareja y que lo que iba a haber en ese cuarto era una folladera que nos iba a hacer encerrarnos cada una en su cuarto, con dos almohadas tapándonos las orejas.
Pero mientras chismeábamos y especulábamos en que estarían haciendo y como serían nuestras horas sucesivas, se abrió la puerta y con la misma cara de apenado, sin querer ser visto, salió el amigo de Paco detrás de este, de nuevo cabizbajo y sin decir ni mu.
Raquel y yo nos vimos a la cara y dijimos:
-¡trafica! ¡Claro que trafica!
En nuestra casa se vendía droga.
No sé de que tipo, pero no era marihuana medicinal, no, que va.
-¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?
Decidimos ir a la agencia y decirle todo lo que estaba pasando, ahora con lujo de detalles y que nos buscaran otro piso, pero la respuesta a nuestra petición fue de nuevo, un rotundo no.
Mientras confabulábamos en contra de él, para nuestra seguridad, Paco llegó, como tantas veces y volteando su morral en la mesa de comedor y nos mostró el botín, el cual compartía siempre:
-he traído…, he traído zumo de naranja… he traído estas medias… he traído unos sobre de té, de unos sabores que seguro te gustan – me decía a mí, porque sabía que soy una londinense frustrada por aquello de la costumbre de tomar té.
-¡He ido a Primark y me he traído todo esto! Y les doy el dato, pueden tomar lo que quieran, lo guardan en la cartera y al salir ¡no suena nada!
Contento con su robo y por lo bien que le había ido, y compartiendo con nosotras sus trucos hamponiles, Paco metió de nuevo en su morral el botín de ese día, para llevarlo a su cuarto. No aguanté más y le dije:
-¿no te da miedo hacer eso?
- ¿Eso? –extrañado como si le estuviese haciendo una pregunta de física cuántica- ¿Qué eso? ¿Robar?
Y yo… ay papá, para que dije esto.
-Bueno, sí. ¿No te da miedo?
-Que va. Aquí en España, si te consiguen robando menos de 200 euros no te pueden hacer nada.
¿What? ¿Qué les parece este argumento? Quedamos en shock. Que te digo condorito en el piso, pero de a dos, la brasilera y yo.
Nuestro supuesto niño pijo, que no tenía un Ford Fiesta blanco, ni el jersey amarillo, como el de Hombres G, era un ladrón consumado de oficio y la ley lo encubría.
En Venezuela sería rolo de choro. Así de simple.
Sabiendo ya, sin duda alguna el terreno en el que estábamos, abandonamos el piso de un día a otro y en mi caso, ni me despedí.
Temíamos de que un día, pudieran agarrarlo en algo, allanar el apartamento y que saliera esto en primera plana en el diario "País de España":
-“Dos suramericanas, una venezolana y otra brasilera, traficaban drogas en un barrio de Madrid. Su compañero de piso, un chico pijo que trabajaba en un hotel 5 estrellas, salió despavorido huyendo de los periodistas y de las delincuentes, por temor a represalias.”
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